Estamos en una cultura muy cruel con los ancianos, por mucho que el neolenguaje creado por los gobernantes huya de la palabra “vejez” para cambiarla por “tercera edad” y del término “viejo” para sustituirlo por “persona mayor”.
Todos sabemos que en una sociedad como la nuestra, en la cual el valor de las personas está en función de su eficacia productiva, aquellos individuos cuyo vigor ya entra en la fase de declive interesan muy poco. Se les considera una carga social inútil y más bien molesta.
Hemos avanzado técnicamente de forma vertiginosa, pero al parecer, no mucho en humanidad. Las sociedades primitivas sabían reconocer el valor de sus mayores mucho mejor que las modernas y posmodernas.
La veteranía era un grado. La sabiduría que otorga la experiencia de una larga vida era considerada de tal valor, que los ancianos, cuando no eran los dirigentes directos de los pueblos, eran al menos respetados consejeros.
A los ancianos se les asignaba también un papel esencial en la educación de los jóvenes. Los primeros esbozos de la “escuela” fueron los grupos de niños y adolescentes que se reunían en torno a los venerables ancianos de los primitivos clanes para recibir de ellos todo tipo de enseñanzas, la sabiduría acumulada por su pueblo.
La curiosidad infantil y el inquieto ardor juvenil se combinaban a la perfección con la serena autoridad de los más viejos, para producir un hecho educativo de altísimo valor para todos. Hoy en día, toda esta riqueza casi se ha perdido por completo. Los abuelos son “utilizados” como meros canguros mientras se valen para ello y, cuando les fallan sus facultades, son apartados de en medio sin contemplaciones.
Enumerar todos los beneficios educativos de una buena relación entre ambas generaciones, sobrepasa con mucho la extensión aceptable de un simple artículo. Resumiré mucho, por tanto. Para empezar, afirmaré que el papel de los padres y de los abuelos, lejos de entorpecerse, se complementan y se necesitan entre sí.
La función y la consiguiente responsabilidad de la crianza y educación de los hijos recae, de hecho y de derecho, sobre los padres. Los abuelos tienen bien ganado el derecho a “descansar” de esa tarea que ya hicieron con sus hijos.
Los abuelos, además, son los “historiadores” de la familia. Quizá comiencen ya a no recordar bien los hechos recientes, pero se acuerdan a la perfección de toda la historia familiar.
Las “batallitas” que con harta frecuencia enervan a sus hijos, son acogidas con insaciable curiosidad por los nietos, ávidos de conocer detalles de sus ancestros y encontrarse inmersos en una larga historia llena de acontecimientos sorprendentes e interesantes personajes desconocidas.
A esta “memoria histórica” hay que añadir la transmisión de los saberes de la experiencia y los contenidos y valores de la tradición cultural familiar, algo que los abuelos saben hacer como nadie.
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